viernes, 7 de noviembre de 2014

Amos el Profeta

"Estas son las palabras de Amós, pastor de Tecoa, es la visión que recibio acerca de Israel dos años antes del terremoto, cuando Uzias era rey de Judá, y Jeroboam hijo de Joas era rey de Israel" Amos 1:1

De Amós sabemos que era un pastor y recolector de higos silvestres (Amós 1:1, 7:14). Es decir, nada especial. Era un campesino sin fortuna y sin educación. Él es otra confirmación de que Dios no está interesado en currículos, sino en corazones. Podrás tener un doctorado, pero si no tienes el espíritu correcto, no eres un instrumento útil en las manos del Señor

Amós profetiza a gente que pensaba que por ser el pueblo de Dios, desde Abraham, estaban protegidos contra todo tipo de males, que confiaban en que nada malo les sucedería porque ellos habían recibido la promesa del amparo divino. De lo que el pueblo no se había dado cuenta, es que ellos habían dado la espalda a las promesas de Dios y al Dios de las promesas. Ya no tenían nada que reclamar ni pedir, pero en su ceguera continuaban confiando en un pacto que ellos mismos habían roto.

Muchas veces pienso que somos, también en este aspecto, iguales al antiguo pueblo de Israel. Nos dedicamos a desobedecer las órdenes divinas, dejamos de lado los consejos de Cristo, abandonamos los caminos que el Cielo nos trazó, rompemos sin un mínimo peso en la conciencia el pacto que hicimos con Jesús y, a pesar de todo, queremos que él nos proteja. Roza lo absurdo. Pero, si miras con atención, te verás a ti mismo pintado en ese cuadro.

Amós comienza hablando del juicio que Dios realizará a las naciones vecinas. Menciona a varias, todas enemigas de Israel. Cuando el juicio es para los otros, quedamos felices; nos parece justo y perfecto que Dios actúe de esa manera. El problema está en que Amós también habla –y es el centro de su libro- de Israel. Porque el juicio de Dios será absoluto y perfecto no solo para los enemigos de su Palabra, sino también para aquellos que nos llamábamos sus hijos.


Recuerda que Dios te va a juzgar no por lo que tú creas de ti mismo, sino por lo que él sabe que tú eres. No hay forma de esconderte ni de compararte con otro que sea “peor” que tú. Aceptar a Cristo como tu sustituto es tu única opción.

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