"Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las
estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él
memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que
los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra" Salmo 8:3-5.
No es novedad que desde hace casi doscientos años se ha
establecido el paradigma evolucionista como la explicación totalizadora de la
realidad universal y humana.
El hombre, desde esta concepción naturalista,
sería un producto del azar, de la supervivencia del más apto, y todo su
comportamiento se explicaría como conductas adaptativas para poder sobrevivir,
solamente que con el tiempo y la evolución de la cultura estas conductas
adaptativas adquieren formas más sofisticadas. Pero, bajo este esquema, todo lo
que llamamos “valores”, o “espiritual” o “moral” en el hombre n© serían sino
formas camufladas, revestidas de “civilidad”, de esta lucha por sobrevivir. No
existirían, por lo tanto, valores verdaderos, espirituales, sino solo instintos
arcaicos que empujan al hombre en su lucha por la supervivencia.